El frío que azotaba a la ciudad podía
sentirse en el empedrado aún mojado por la lluvia, Julio era el mes más crudo
del año y San Telmo sufría el cruel viento del río que pegaba sobre el rostro.
Su golpe sería maestro si todo salía
como estaba planeado, pensó Evaristo. La policía llevaba meses detrás de él,
pero cada asesinato sembraba más terror entre las jóvenes aristócratas de la
europea ciudad de Buenos Aires durante los años veinte. Su última víctima había
sido Serafina, la primera cantante de Ópera que había contratado el Teatro
Colón desde su apertura en 1918. Sus víctimas no estaban elegidas al azar, Evaristo
tenía una especial obsesión por la combinación de letras y días de la semana.
Él recorría las calles de los
distintos barrios, al principio eligió San Telmo, Barracas y La Boca, pero luego
se trasladaba hacia Belgrano, Palermo y Recoleta para que no lo descubriesen.
Amanda fue su primera víctima y la asesinó un lunes de enero, Beatriz un martes
de febrero, cuando el colorido de los árboles y el perfume a tilo invadía el
caluroso verano porteño. Carmen conoció su obsesión el tercer miércoles del mes de marzo.
Dora el cuarto jueves de abril, Ema el último viernes de mayo. Los sábados
visitaba a su madre, que se encontraba internada en un neuropsiquiátrico y el
domingo, escuchaba cantar a su hermana en el Convento de las Hermanas de la
Caridad. Luego se encerraba en la buhardilla donde vivía y planea sus próximos
asesinatos.
El invierno solo traía tristeza a su
castigada humanidad, pensó Evaristo mientras pisaba algunas baldosas flojas que
escondían agua estancada.
Su padre era un ricachón
inescrupuloso dueño del frigorífico más grande del país, que los abandonó por
una dama de la alta sociedad europea cuando su hermana tenía un mes de edad,
dejándolos en la miseria absoluta. Zulema había heredado los ojos azules de su
madre y la piel blanca como el mármol de su padre. Cuando tuvieron que internar
a Josefina, su madre, Evaristo la dejó en la puerta del Convento para que las
monjas la cuidaran. Había sido una niña preciosa, tierna e inteligente, que
supo conquistar el corazón de las hermanas de la caridad con su voz angelical
que se escuchaba en la misa cada domingo.
Los diarios lo habían apodado “El
matarife”, nombre que odiaba porque era la profesión de su padre.
Elegía a sus víctimas por la guía que se encontraba en la oficina postal.
Primero merodeaba por sus casas y estudiaba la manera de acercarse a ellas sin
levantar la más mínima sospecha. Se le daban bien los personajes porque trabaja
como tramoyista en los sainetes criollos. Solía sorprender a sus víctimas por
la espalda, sepultándole un puñal, luego le quitaba los ojos, que conservaba
como trofeo en su buhardilla. A la policía se le hacía difícil descubrir un
indicio que pudiera dar con él. Evaristo cambiaba de barrio cada vez que
concretaba un asesinato. La búsqueda se hizo cada vez más intensa y él era cada
vez más cauteloso, pero cuando supo que lo habían apodado “el matarife” quiso
gritarle a la policía su nombre, ¡el matarife! decía enojado, preferiría que le
llamaran “el pincha ojos” o “el asesino del almanaque”, quizá si les cortaría
la lengua podrían decirle “el mocha lenguas” pero decirle “matarife” era
imperdonable.
La ciudad estaba aterrada por la
incompetencia para encontrar al matarife, se había puesto precio a su cabeza
pero nada de lo que hacía la policía lograba atrapar al homicida. El inspector
de policía descubrió una pista, que para muchos parecía una incoherencia, pero
para él no lo era porque lo veía muy claro, los nombres de las mujeres
asesinadas tenían una correlación alfabética, Ana, Beatriz, Carmen, Dora, Ema,
Felisa, Gertrudis, Isadora, Jacoba, Lucrecia y así sucesivamente se iba
completando el alfabeto, lo que no pudo deducir fue que Evaristo, además usaba
los días de la semana para cometer los delitos.
Los asesinatos seguían sin
resolverse pero hacía meses que no se sabía nada del matarife, parecía que su
fantasma se había esfumado. En cambio Evaristo estaba buscando el nombre de su
próxima víctima y el día apropiado.
El viernes anterior a la primavera,
volvía del teatro cuando vió una solitaria figura femenina caminando por la
calle Defensa hacia el sur, él sintió un dolor punzante en el estómago que le
impidió continuar su marcha hacia la mujer desprotegida, pero su desequilibrada
cordura lo impulsó a retomar el camino. Algo de esa situación lo estaba
perturbando, él creía que era porque no conocía ni el nombre de su víctima ni
si coincidía con su loca obsesión por los días de la semana. De todos modos,
insistió en la necesidad de tomar por sorpresa a esa mujer. Se cruzó varias
veces de vereda, estaba aturdido y por un momento pensó en dejar libre a su
presa, pero de repente un arrebato de locura le hicieron adelantarse varios
metros y tomar por sorpresa a la mujer, hundiéndole el puñal, hasta sentir que la hoja ingresaba por completo en la
humanidad de su víctima. Evaristo volvió a sentir un dolor punzante en el
estómago y cuando giró a su víctima para ver cuánto de vida aun había dentro de
ese cuerpo, su dolor se hizo más intenso y devastador al descubrir el rostro,
casi sin vida, de su hermana. Evaristo quitó el puñal de cuajo y mirando la
sangre que había en él, lo enterró en sus entrañas para yacer junto a ella en
el frío empedrado de la calle Defensa.