Desde que nacemos estamos al lado de nuestros padres. En los primeros años nos cuidan, nos ayudan a crecer, nos enseñan a comer, a caminar, vestirnos, asearnos; forman nuestro carácter, nos regalan herramientas para defendernos en la vida, juegan con nosotros, se les infla el pecho cuando hacemos alguna gracia o descubrimos que, se les frunce el ceño si traspasamos su confianza. Nos repiten una y mil veces las cosas y cuantas sean necesarias, hasta que las aprendamos. Se pasan largas horas discutiendo cuál es el colegio apropiado para complementar nuestra educación, duermen pocas horas para prepararnos nuestras ropas y viandas. Se olvidan de sus derechos para defender los nuestros. Nos acompañan durante años a la escuela, a inglés, a danza o a fútbol. Son testigos fundamentales de nuestras vidas.
Pero un día, llegados a los diecisiete o deciocho años, nosotros, los hijos, necesitamos experimentar la vida desde otro punto de vista, creemos haber aprendido suficientes cosas como para soltarnos y alejarnos de nuestros padres, y, en un punto, cuando los padres han hecho su trabajo magníficamente, esos jóvenes hijos tienen razón, porque la adolescencia es aquella etapa rebelde de la vida, y si uno, como padre, transitó el camino junto a sus hijos enseñándole valores como defender sus ideales respetando la prójimo, perseguir sus sueños con honestidad, primero hacia uno mismo y luego hacia el resto de las personas, si les dio las bases necesarias para lograr sus objetivos, si supo poner el foco en los pilares más importantes de la vida, si le habló con claridad de los peligros que existen en la vida, si le mostró las consecuencias de elegir un camino incorrecto, esos hijos adolescentes podrán experimentar su propia vida. Si como personas logran tener la misma generosidad que han tenido como padres, sabrán que es necesario dejarlos crear su propia huella, asegurándoles que estarán a su lado para cuando ellos los necesiten, ser compinche no es ser amigo de sus hijos, acompañarlos en la nueva etapa no es entrometerse en ella, estar atentos a sus necesidades no es digitarle la vida, recordarles el respeto hacia sus padres no es manipularlos con la culpa; dejarlos elegir también es una función de padre.
Las etapas de la vida que, transcurren entre la adolescencia y la juventud, es aquella que se aleja de las mesas y reuniones familiares para pasar más tiempo con sus amigos, no porque hayan dejado de querer a la familia, si no porque desean compartir sus intereses y preocupaciones con ellos. Las horas las dividen entre el estudio académico, el trabajo y la vida social intensa. Duermen poco y viven mucho.
Entrada la adultez, allá por los treinta y cinco o cuarenta años, el deseo y la perspectiva de la vida vuelve a cambiar, el físico ya no resiste maratones sin dormir, se valora y se necesita pasar tiempo en familia y compartir más horas con sus padres, vuelve a unirlos la misma pasión. Los padres recuperan ese papel importante en nuestras vidas y por eso les decimos "los viejos", que encierra un amor respetuoso y el reconocimiento a su trabajo como padres. Compartirán cosas que hacían tiempo atrás, como mirar el equipo de fútbol favorito, patear una pelota juntos, sentarse en el balcón a tomar mate, hablar de moda.
El oficio de ser padres es el más complicado y perdurable a lo largo de toda la vida, porque no es lo mismo ser padres que tener hijos.