Por Karina Almada
No lo tenía en mi radar.
Eso fue lo primero que pensé cuando
vi su nombre esta mañana: László Krasznahorkai, Premio Nobel de
Literatura 2025. Húngaro, nacido en Gyula en 1954. Un nombre largo, difícil de
pronunciar para mi origen hispanohablante, y también de recordar, por lo menos
hasta hoy.
De pronto su nombre empezó a
repetirse en titulares, comunicados y redes sociales como si hubiera estado ahí
desde siempre, esperando que lo descubriéramos.
Me pasó lo que le pasa a muchos
lectores cuando aparece un Nobel ajeno al circuito de lo previsible: el
desconcierto de quien siente que le movieron el mapa. Enseguida fui a buscarlo.
Quise saber quién era, qué había escrito, por qué de repente el mundo hablaba
de él. Y, en ese gesto, entre la curiosidad y la fascinación, empezó mi pequeño
viaje hacia su universo literario.
Lo primero que encontré fue una foto
en blanco y negro: mirada serena, gesto austero, la presencia de alguien que
parece haber visto demasiado.
Krasznahorkai estudió en Budapest y
recorrió durante años su país, trabajó en diversos oficios antes de entregarse
por completo a la escritura. En ese andar, fue construyendo una obra densa,
filosófica, de frases interminables y paisajes que se desmoronan. La crítica lo
llama “el escritor del apocalipsis lento”. No es una etiqueta caprichosa: sus
libros están habitados por personajes que resisten, que se deshacen, que se
hunden en la melancolía como si fuera un destino nacional.
La editorial Acantilado tuvo un
olfato infalible para descubrir lo extraordinario. Publicó buena parte de su
obra en Español: "Melancolía de la resistencia" (2001) fue su carta de
presentación en el mundo hispano. Después vinieron "Guerra y guerra", "Seiobo descendió a la Tierra", "Tango satánico", "Relaciones
misericordiosas". Su obra más reciente es "El barón Wenckheim vuelve a casa".
En este útlimo título, el protagonista regresa a su Hungría natal después de una larga vida de exilio en Argentina, donde —según cuenta el propio narrador— “despilfarró su fortuna en los casinos de Buenos Aires”. Una frase que de inmediato nos toca de cerca, casi como si el eco de nuestras ruinas también resonara en las suyas.
Tres de sus títulos pueden encontrarse hoy en librerías argentinas: "Tango satánico" fue llevado al cine en los noventa por su compatriota Béla Tarr.
También podemos encontrar "El barón Wenckheim vuelve a casa", publicado en 2024.
Leer sobre Krasznahorkai fue
descubrir una literatura que no se deja domesticar: frases que avanzan como
ríos crecidos, atmósferas donde el tiempo se detiene y una mirada que observa
la decadencia del mundo con una calma brutal. En sus novelas no hay moralejas
ni certezas: solo la persistencia de la belleza en medio del caos.
El reciente galardonado Premio Nobel,
esa consagración que a veces ilumina y otras confunde, le llega a un autor que
parece haber escrito siempre desde el margen, lejos del centro. En una época de
velocidad y consumo inmediato, su prosa demanda quietud y paciencia, dos
virtudes en vías de extinción. Tal vez por eso su nombre, al principio desconocido,
al menos para mí, termina resultando tan necesario.
Hoy, mientras el mundo intenta
pronunciar su apellido sin trabarse, pienso que hay algo profundamente hermoso
en no conocerlo de antemano. Porque el descubrimiento, cuando es genuino, nos
devuelve a ese lugar de lectores primerizos, donde cada libro puede ser el
inicio de algo.
Krasznahorkai acaba de ganar el
Nobel, sí, es cierto, pero para muchos, incluida yo, acaba de nacer.
Muchas gracias por leerme. Mi nombre es Karina Almada, soy tu corresponsal literaria desde El Mojinete del Rancho para todo el mundo.
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Hasta la próxima.
Kary.