Hay días en los que el despertador suena y la primera reacción es negociar con el universo: Cinco minutos más, prometo que hoy sí me pongo al día, mejor voy a la tarde. Pero después me doy cuenta que el universo no negocia, así que me levanto, me preparo un café y salgo a cumplir con mis actividades porque sé que trabajar es necesario, es importante, es digno y además me hace feliz porque trabajo en algo que me representa y me apasiona.
La rutina tiene mala prensa pero no siempre es la
villana en esta historia. A mí me gusta llevar una rutina por me permite planificar, avanzar,
sostener un hábito y estructurar el caos de la vida. Sin embargo, cuando la
repetición se vuelve mecánica, algo se rompe. De repente, aquello que alguna vez
me motivó empiezo a sentirlo como un peso. Y ahí aparece la gran pregunta:
¿cómo hacer para que el trabajo no sea solo una carga sino una parte valiosa de
mi identidad?
El problema no es el trabajo,
sino la desconexión.
Creo, que la mayoría de las personas elegimos la profesión con algún tipo de
entusiasmo, había algo que nos atrapaba o al menos teníamos una idea de lo que
queríamos lograr con esa decisión.
Al menos a mí, a veces, siento que me sumerjo tanto
en la rutina automática que pierdo de vista aquello que tanto me motivaba.
Claro que al principio, donde todo es nuevo y emocionante, hay pasión. Luego, esa
chispa, se apaga. Surgen las dudas de la elección pero siempre trato de
recordar por qué empecé este camino. ¿Qué me enamoró de esto al principio?
Cada profesión tiene un motivo que la hace
especial. Si sos docente, es la posibilidad de transformar vidas, si escribís,
es el poder de contar historias, si cocinás, es la magia de alimentar a otros.
La monotonía es el enemigo del entusiasmo, por eso
me gusta aprender algo nuevo cada año. Me encanta desafiarme con nuevos
objetivos. A veces, un pequeño cambio de perspectiva me devuelve el brillo en
la mirada.
Encontrar el impacto real
del trabajo, qué efecto tiene en los otros. Un diseñador no hace “dibujitos en la compu”,
comunica ideas. Un médico no solo receta medicamentos, alivia el dolor, un
escritor no solo junta palabras, crea mundos. Recordar el impacto de mi trabajo
me ayuda a valorarlo de otra manera.
Darme permiso para hacer
pausas porque no
hay pasión que sobreviva a la fatiga crónica: un día libre, un cambio de ambiente,
algo que me haga respirar y volver con la cabeza más liviana.
Siempre me rodeo de
personas que aman lo que hacen porque la pasión es contagiosa. Hablo con alguien que
disfruta su trabajo para recordar que es posible volver a encontrar el
entusiasmo. Escuchar a otros me ayuda a ver mi propio camino con nuevos ojos.
El sentido no se encuentra, se
construye.
El trabajo deja de ser una carga
cuando logro darle un significado. No siempre estoy inspirada, no todos los
días son ni serán perfectos, pero sí puedo elegir mirar más allá de la rutina y
recordar que, en el fondo, lo que hago es parte de quien soy.
Y si algún día el despertador vuelve a sonar con
ganas de arruinar todo, tal vez lo único que necesito es un buen café, una pausa
y hacerme la pregunta correcta: ¿Por qué empecé a hacer esto? La
respuesta, puede estar escondida debajo de una montaña de pendientes pero sigue
estando ahí. Solo hay que saber buscarla.
Si llegaste hasta acá, muchas gracias por leerme. Te invito a visitar mi Instagram para no perderte novedades culturales. También podés descubrir mi Web donde encontrarás mi actividad completa.
Soy Karina Almada, tu corresponsal cultural desde El Mojinete del Rancho para todo el mundo.
Hasta la próxima.
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