Después de atender la misa de las doce horas, el padre Federico pasó por la secretaría de la iglesia para verificar si se habían anotado más bautismos para el próximo sábado y también, para retirar las donaciones que la gente había hecho durante la misa. Luego le indicó a María que cerrara y se marchara hasta la tarde. Ella aprovechó para llamar a su marido e invitarlo a almorzar ya que ese día era el aniversario de casamiento y él ni se había acordado, cumplían cuarenta y cinco años de casados y el sábado festejarían esa fecha, con las hijas, los nietos y otros familiares. Aunque a su marido, José, nunca le habían gustado las reuniones y mucho menos desde que habían perdido a su único hijo varón hacía ya algunos años. María insistió tanto para ir a almorzar que, finalmente, él accedió y se encontraron en una parrilla cercana a la inglesia donde ella trabajaba y había encontrado un refugio para su dolor.
La mesa de al lado fue ocupada por una mujer joven, que María reconoció al verla entrar, era una mujer sumamente atractiva, con rasgos difíciles de olvidar porque llevaba una cabellera muy corta, negra y tenía ojos muy grandes, del color del cielo, celeste y bien transparentes, era alta y muy flaca, sus finas manos, ostentaban un anillo de oro con una piedra de zafiro, casi agresiva por el tamaño que tenía. María no podía quitarle los ojos de encima a esa misteriosa mujer, José se dio cuenta y protestó por la indiscreción con que la miraba. Ella le decía a su esposo que la conocía de la iglesia, que la mujer iba una vez al mes y entregaba una suma de dinero más que generosa, encendía una vela y salía por la puerta lateral que une el acceso del altar con el atrio. Nadie en el barrio la conocía. Ella bajaba de un elegante y llamativo coche que luego de dejarla en la puerta se marchaba a esperarla por la salida lateral. El padre Federico tampoco la conocía pero nunca se había animado a hablarle. Su figura era imponente y debido a la suma generosa que ella donaba a la iglesia, el padre no deseaba importunarla.
La ensalada resultó más liviana de lo que María pensaba. Ella se cuidaba como cuando era adolescente, hasta se había anotado en un grupo de autoayuda para descender de peso. La pérdida de su hijo le cambió el carácter y quedó devastada por la repentina muerte de Manuel, su hijo varón, cuando trabajaba como custodia privado. María no logró salir a la calle por años, incluso, los médicos debían tratarla en su domicilio. Recién con el nacimiento del segundo nieto, -que fue varón y llamaron Manuel, para recordar la memoria de su hijo-, logró salir de su casa, pero siempre acompañada. Parecía que el destino quería devolverles una gratificación, ese nieto fue una luz de esperanza para María, una pequeña alegría para su corazón entristecido. Muchas fueron las peleas con sus hijas, la mayor, madre del pequeño, le reprochaba a su madre la falta de cariño que tenía con ellas, le decía que por la depresión en que se había sumergido parecía que el único que le importase fuese ese hijo perdido.
Cuando el nieto de María cumplió cinco años, él mismo le preguntó a su abuela por qué nunca había ido a su cumpleaños. Ella creía ver en su nieto al hijo fallecido, y a partir de ese momento, su vida dio un giro y decidió buscar la verdad acerca de la absurda muerte de Manuel, que para ella había sido un asesinato. No solo se amigó con la religión, sino que se amparó en la fe cristiana para buscar justicia.
El dueño de la empresa de seguridad donde trabajaba Manuel, era un militar retirado, cubrió o encubrió todas las pruebas acerca de la emboscada que habían sufrido la noche en que su hijo se encontraba custodiando a un cliente. Su hijo hablaba poco de su trabajo, decía que era mejor que no supiesen demasiado de sus actividades. María odiaba ese trabajo, pero él ganaba mucho dinero y no tenía ninguna intención de dejarlo, hasta que el trabajo lo dejase a él, era lo que le decía siempre a su madre.
Cuando les trajeron la comida, José hacía un buen rato que había dejado de escuchar a su esposa, poco le interesaba la dama sentada a su lado, él leía las noticias policiales de un diario que había encontrado en una mesa libre. María creía que era la única oportunidad para entablar conversación con la señorita acertijo, pero como si supiese lo que María estaba a punto de hacer, ella se levantó y se marchó sin probar bocado. Se alejó tan rápido como pudo y María se quedó con la angustia de hacer perdido nuevamente a un ser querido. Esa mujer le intrigaba cada vez más y se prometió que si volvía por la iglesia no la dejaría escapar, al menos deseaba saber cuál era el motivo de su visita periódica.
El almuerzo transcurrió de manera tan monótona como el vaivén del péndulo de un reloj. José había puesto su vida en pausa, solo le interesaban las noticias policiales y sus rosales. María, en cambio, cuando decidió sacar esa pausa de su vida, equivocó el botón y avanzaba más rápido, como queriendo recuperar tiempos detenidos.
Pasado un largo período, sin saber bien cuánto, María vio desde la ventana de la secretaría, detenerse el auto que trasladaba a la dama generosa. Ella cerró la oficina y se escondió cerca de una columna, la mujer ingresó, dejó un sobre en la urna de las donaciones y comenzó a caminar hacía la columna. Cuando llegó hasta ahí, María salió por detrás y se quedó mirándola fijamente a los ojos. La asustó y ella intentó marcharse, pero María le cerró el paso y le preguntó el nombre. La mujer bajó la vista e intentó abrirse paso por entre los bancos de la iglesia, pero María insistió:
-Hija mía, solo deseo saber el nombre de la persona que, desinteresadamente, nos regala su dinero.
-Me llamo Alejandra, respondió en voz baja la delgada mujer.
-¿Y por qué nos donas tu dinero?
-Es mejor que no sepa demasiado, contestó y luego se marchó.
A María le inundó el corazón el recuerdo de su hijo. Esa noche no pudo dormir, se había obsesionado con la mujer, más y más deseaba averiguar quién era. Ella se evaporaba de la faz de la tierra durante un mes. Mientras tanto María llegaba cada día a su casa consumida por la duda. A José poco le importaba el paradero de esa mujer, lo único que había notado que la obsesión por descubrir quien era ella, hizo que se olvide de investigar la verdad acerca de la muerte de Manuel.
Los días pasaban para María y la espera estaba enfermándola, las hijas comenzaron a preocuparse por el estado psíquico de su madre, atribuyeron que la pena aun no estaba superada y que la estaba enloqueciendo, consultaron a varios psiquiatras y todos diagnosticaban una profunda depresión encubierta, la medicaron en exceso para intentar rebajar su ansiedad, pero la frustración que ella sentía al no ser escuchada, al ser ignorada por sus planteos e inquietudes, como si a nadie más le importaría la muerte de su hijo, la consumía.
Al mes siguiente logró encontrarse con la mujer de las donaciones y la interceptó en el mismo lugar. La tomó del brazo y le suplicó que le dijera cuál era el motivo de sus misteriosas visitas. María se encontraba con la negativa a contestar por parte de esa mujer, tropezaba con el enloquecedor silencio. Le rogó una vez más, le aseguró su discreción, pero la mujer volvió a repetir las mismas palabras de la última vez:
-Es mejor que no sepa demasiado.
-Yo he perdido a mi hijo por no saber demasiado.
-Y es mejor que siga sin saber. La respuesta de la mujer paralizó a María. La vio marcharse sin poder decir nada, las palabras le retumbaban en la cabeza, María comenzaba a empeorar, la depresión la acechaba cada día, sus fuerzas se debilitaron, ella sabía en su interior que esa mujer guardaba un secreto muy grande, pero nadie atendía sus reclamos, ni sus hijas, que la trataban como si hubiese perdido la razón, ni José, que seguía ocupado en sus rosales, ni el padre Federico, que solo hablaba en nombre de la fe.
La mujer, decidió abandonar sus visitas mensuales, era demasiado peligroso, María podía descubrir la verdad. Ella había sido la causa de la muerte de Manuel, el hombre al que aun hoy, seguía amando. Manuel fue su guardaespalda y amante hasta que los delataron y su esposo, el retirado Teniente General Ortega, dueño de la empresa de seguridad para la que Manuel trabajaba.
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