Por Karina Almada
El Teatro Alvear no es un lugar cualquiera para un concierto; es un refugio donde las emociones se condensan y el silencio mismo se vuelve parte de la música.
Abel Pintos ofreció una serie de veinte conciertos acústicos, un ciclo dedicado a su último EP Gracias a la vida,
que ya desde el título prometía un encuentro cercano con la música que marcó su
historia personal y profesional.
Fui testigo de unas de esas noches mágicas que nos suele regalar Abel cada vez que se sube a un escenario. Y, como era de esperar, la sala vivió un espectáculo que no solo llenó butacas: llenó corazones.
Desde el primer instante en que Abel
pisa el escenario, se percibe que no entra simplemente a cantar sino que lo
habita: su mirada, la respiración pausada antes de empezar, la manera de dejar
que cada nota se filtre en la sala. Todo provoca que el público se incline ante
su presencia.
No hay grandilocuencia ni gestos
forzados. Lo que hay es magnetismo, esa rara habilidad de transformar un teatro
de más de ochocientas personas en un living compartido, íntimo y cálido.
El ciclo acústico —cuyo concepto
parece ser algo pequeño— ensancha al artista en lugar de achicarlo. En el
escenario, Abel estuvo muy bien acompañado de una pequeña orquesta de grandes músicos,
ellos son los artífices que sostienen cada canción con precisión y
sensibilidad: Ariel Pintos y Marcelo Predacino en guitarra, Alfredo Hernández
al piano, Daniel Castro en bajo y José Luis Belmonte en percusión. A ellos se
suman invitados especiales como Patricio Villarejo (violonchelo), Andrés Hojman
y Kevin Naranjo (violines), Pablo Aznarez (violín) y Sandra Vázquez (armónica).
El repertorio del concierto empezó
con los siete temas del último EP de Abel Pintos. Aunque no hayan sido escritos
por él -confesó que le hubiese encantado escribirlos- son grandes clásicos que
forman parte de su vida: “De repente” de Soraya, “Creo en ti” de Mónica Vélez
junto a Reik, “Soy tuyo” de Andrés Calamaro, “Me dediqué a perderte” de Leonel
García, “No” de Shakira, “Eres” de Café Tacuba y, por supuesto, la joya que da
nombre al trabajo, “Gracias a la vida” de Violeta Parra. Los temas se
escucharon como si fuesen nuevos; versiones que no parecen covers,
mérito del cuidado de Mateo Rodó en los arreglos y del trabajo de Nano Novello
y Luis Burgios en “De repente”.
El cierre fue otro nivel de intimidad
y reverencia: El antigal, de Daniel Toro, interpretado a capella,
permitió que la voz de Pintos se fundiera con la historia y el dolor de los
pueblos originarios, logrando un silencio absoluto y una emoción contenida a punto
de estallar. Fue un tributo que confirmó que Abel no solo canta canciones; las vive,
las respira y nos invita a sentirlas con él.
Gracias a la vida no es solo un álbum nuevo, ni estos
veinte conciertos fueron solo funciones: fueron encuentros con la música que nos
atraviesa, con la historia de otros artistas y con la propia historia de Abel
Pintos. Es un recordatorio de que la grandeza también cabe en la cercanía, que
la emoción puede ser potente sin estruendo, y que a veces todo lo que
necesitamos es una guitarra, una voz y el instante perfecto para sentir que
estamos exactamente donde queremos estar.
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Hasta la próxima.
Soy Karina Almada, tu corresponsal cultural desde El Mojinete del Rancho para todo el mundo.